MARÍA JESÚS HERNÁNDEZ LÓPEZ
Licenciada en Historia del Arte.Investigadora
Generalmente, la arquitectura que se desarrolla durante los últimos años del siglo XVIII y hasta bien entrada la segunda mitad del XIX se define como historicista. Los artistas vuelven su nostálgica mirada hacia el pasado en busca de soluciones para sus proyectos, fijándose en cualquier estilo debidamente codificado que se las brinde y así, mientras en los primeros años reaparecieron las formas clásicas, pronto comenzaron a darse manifestaciones neogóticas consideradas como las más apropiadas para reflejar el ideal de una sociedad cristiana e incluso en el caso de Inglaterra, también se utilizó para la construcción de edificios de carácter representativo, en un intento de hallar un estilo que fuese identificativo de su espíritu nacional. Este propósito sería común para el resto de países viendo renacer el barroco en París y Viena, las formas neootónicas, neorrománicas, neogóticas y neoclásicas en Alemania o el neomudéjar en España. Todas estas tendencias, discurren más o menos de forma paralela aunque no se manifiestan con igual intensidad ni al mismo tiempo en todos los países, pero son consideradas como las más apropiadas y adaptables a las nuevas necesidades de un mundo occidental industrializado. La labor de construcción y reconstrucción de edificios públicos en que se hallaba inmersa toda Europa durante este siglo hizo que inicialmente los arquitectos olvidaran uno de sus objetivos fundamentales al dejar relegadas a barriadas inmundas a las clases más desfavorecidas, preocupándose solo de dar a las ciudades una apariencia grandilocuente y monumental.
Los cambios producidos en los últimos años del siglo XVIII a causa de la Revolución Francesa y el período de la Ilustración así como las consecuencias de la Revolución Industrial, no son asumidos por los artistas de manera que les permita la creación de un estilo propio representativo de los nuevos valores, por lo que se ven abocados a retomar un modelo anterior que refleje fielmente los nuevos principios. Los arquitectos creían que cualquier manifestación artística de los siglos precedentes era mejor que cualquier obra que reflejara el espíritu de su propia época. Este es el origen de la primera manifestación historicista del siglo XIX, el Neoclasicismo, basado en los antiguos modelos grecorromanos. Mientras que Winckelmann teorizaba sobre las virtudes del clasicismo en detallados tratados favorecidos por las campañas arqueológicas, muchos artistas optaron por la sencillez formal que estas soluciones codificadas e institucionalizadas por las Academias les ofrecían, sin interesarse en la búsqueda de un lenguaje diferente más acorde con los cambios que se estaban produciendo. Surgieron así los primeros edificios que pretendían emular los templos griegos así como las pinturas y esculturas alegóricas que reproducían hechos y personajes de aquel tiempo pasado. Además, la nueva burguesía se convierte de pronto en mecenas incondicional de estas obras que van a cambiar el aspecto de las ciudades, derrumbándose para ello viejos edificios y trazando anchas avenidas que puedan dar cabida a estas formas monumentales dando lugar a los primeros planteamientos urbanísticos fundados sobre trazados reticulares de absoluta regularidad, o en sistemas circulares que descongestionasen las calles y evitaran la existencia de arrabales.
Las remodelaciones y la búsqueda de fórmulas que den cabida a una población urbana en pleno crecimiento harán cambiar ostensiblemente el aspecto de las viejas capitales europeas donde junto a los edificios tradicionales, aparecerán “revivals” o historicismos que acabarán asociándose para dar lugar a eclécticos intentos que pretenden ser reflejo de una realidad social.
El despertar de estas inquietudes arquitectónicas podría establecerse, en Francia, en el llamado Iluminismo de Boullé (1728-1799) y sobre todo de Claude Nicolas Ledoux (1736-1806) que aun estando muy anclados en la tradición académica, realizaron proféticos diseños que fueron capaces de empujar al Neoclasicismo más allá de la simple copia de modelos de la Antigüedad. Ledoux realizó el más visionario ejemplo del tipo de urbanización neoclásica en las Salinas de Arc-et-Senans así como el utópico proyecto de una ciudad futurista en Chaux (Imagen inicial del texto). Francia era el país que tenía el sistema mejor organizado de enseñanza en cuanto a arquitectura se refiere, sobre todo a partir de la creación por parte de Napoleón de una nueva Escuela Politécnica que fomentaba una forma de educación más profesional y especializada, donde los futuros ingenieros eran instruidos entre otras, en materia arquitectónica. Así surgió una dualidad entre ingenieros y arquitectos que no fue bien aceptada por ninguno de los dos colectivos y que provocaría enormes conflictos y disputas, pues ninguno se resignaba a aceptar su dependencia del otro.
En Alemania, Leo Von Klenze (1784-1864) fue el encargado de poner en práctica estas teorías ya que durante la época del Imperio había estudiado con Durand en la Escuela Politécnica, viajando posteriormente, gracias al mecenazgo de Luis I de Baviera, por Italia e Inglaterra para fijarse en los tipos de arquitectura que se estaban realizando en dichos países en esos momentos. Las enseñanzas del profesor llegarán también hasta Prusia, donde destaca la figura de Friedrich Schinkel (1781-1841) quien a su vez influirá notablemente en la arquitectura alemana del primer tercio de siglo. Schinkel alternará en su obra las tradiciones pintorescas del goticismo alemán con una actualización muy particular del clasicismo griego. La teoría que plasmará en sus proyectos obedece a que “el exterior responda exactamente al carácter de la edificación” siendo perfectamente identificable cualquier estructura al ser vista desde fuera en contraste con el interior, donde primará en todo momento el carácter funcional de acuerdo con el uso al que esté destinado.
Pero si el Neoclasicismo surgió como revulsivo de un rococó excesivo y recargado para imponer un nuevo orden razonable y equilibrado, no tardarían en aparecer el descontento y la rebeldía frente a esta corriente establecida y como rechazo a ella, con un claro espíritu reaccionario propio del liberalismo romántico. Nuevamente nos encontramos ante un retorno a estilos pasados, en este caso los medievales, que no supondrá en modo alguno un avance hacia la modernidad sino una nueva forma de anclaje arquitectónico en el pasado que además, no sustituirá al Neoclasicismo sino que convivirá con él pues a menudo, los grandes maestros del clasicismo se dejarán llevar por la posibilidad de explorar esta alternativa.
Y otra vez Francia será uno de los países que aportará a este movimiento figuras de primer orden y cuya trascendencia será fundamental en la configuración de esta línea arquitectónica, destacando Eugene E. Viollet-le-Duc (1814-1879) tanto por sus escritos como por su prolífica obra de restaurador de edificios medievales entendiendo el gótico como modelo de construcción aún no superado. Su formación en la Achille Leclére le proporcionó un liberalismo inexistente en la tradicional Academia desde donde se condenaba la imitación de los estilos medievales, motivo que le llevó como auditor en el Consejo de Construcciones Civiles en París, a no tener demasiadas posibilidades de ejercer como arquitecto creador, aunque en muchas ocasiones a lo largo de su carrera completaría partes inexistentes de conjuntos monumentales fiándose de su intuición y de su gran imaginación. Pero lo verdaderamente revolucionario del pensamiento de Viollet-le-Duc será la idea de fundir este estilo historicista con las nuevas tecnologías aparecidas gracias a la Revolución Industrial, dedicando especial atención a las estructuras de hierro, pues él consideraba que la ausencia de un estilo propio de su siglo se debía al extendido rechazo entre los artistas a conciliar arte e industria. Su idea de rehabilitar el gótico no se basaba en un planteamiento arqueológico sino que pretendía conferirle un sentido más racionalista, pues en su mente siempre estaban presentes los conceptos de forma y función.
Diferente trato recibirá el neogótico en Inglaterra, donde sus connotaciones ideológicas son muy distintas y no suponen un cambio de estilo sino más bien una continuidad del mismo aunque en esta ocasión, responde a las necesidades de una esfera social más amplia. No obstante, no deja de ser una especie de “refugio! donde resguardarse de la abrumadora sociedad industrial. Esta será la postura defendida por Augustus Welby Pugin (1812-1852) que en contraposición a las ideas de Viollet-le-Duc, exaltará el regreso a la artesanía y las técnicas tradicionales del medioevo, menospreciando la fabricación en serie y los avances derivados del proceso industrial. Esta tendencia llevará posteriormente a la aparición de movimientos como el Prerrafaelismo o el Art and Crafts, uno de cuyos instigadores fue el crítico inglés John Ruskin (1819-1900) que en 1849 publicaría “Las siete lámparas de la Arquitectura”, llegando su influencia a los artistas de la corriente Art Nouveau de principios del siglo XX.
Pabellón Real de Brighton, John Nash (1815)
Totalmente opuesto es el caso de John Nash (1752-1835) cuya concepción del Pabellón Real de Brighton al combinar elementos estructurales propios de diversos estilos orientales con una hábil utilización del hierro y el vidrio, se aleja enormemente de los planteamientos definidos por Pugin. Lo mismo ocurre cuando Joseph Paxton (1803-1865) construye su imponente “Crystal Palace” para la Exposición Universal de Londres de 1851, realizado con vigas de acero y cristal y montado por piezas prefabricadas de fácil transporte y rápido montaje, del que Pugin dirá que “es el edificio más monstruoso realizado nunca”, mostrando claramente su posición respecto a la utilización de los nuevos materiales.
Los ingleses fueron pioneros en la mayor parte de las innovaciones tecnológicas relacionadas con los métodos de construcción desde mediados del siglo XVIII en adelante. Era inevitable además, no dejarse llevar por todas las ventajas que ofrecía la Revolución Industrial pues por una parte favorecía la destrucción del orden establecido a la vez que propiciaba la aparición de un nuevo tipo de belleza a gran escala, fuera del marco de los estilos “neo”, aunque no completamente aislada de ellos, apoyado en la creciente explotación de los nuevos materiales y los procesos de producción. En cuanto a los materiales, el hierro primero y el acero después, posibilitaron la construcción de edificios de gran tamaño y altura así como el desarrollo de plantas más flexibles y de mayor diafanidad al no necesitar de ningún sustento adicional y que al ser combinados con el vidrio, permitían elevar muros y tejados absolutamente transparentes y luminosos. Todo esto constituye uno de los factores fundamentales que influirán de forma determinante en la evolución general de la arquitectura.
Crystal Palace, Joseph Paxton (1851)
Pero de estos aspectos no se encargaban los arquitectos sino que los dejaban en manos de los ingenieros. Ya se ha mencionado anteriormente la división de funciones que provocó que arquitectura e ingeniería se convirtieran en profesiones separadas con diferente formación. Los arquitectos aprendían en los estudios de otros arquitectos y en las escuelas de arquitectura mientras que los ingenieros se formaban en facultades especiales o en escuelas o universidades técnicas. Los puentes colgantes en cuya construcción se empleó el hierro, y que están en la frontera del campo de la arquitectura, son un buen ejemplo de la calidad de las obras realizadas por los ingenieros y su construcción se irá incrementando conforme avanza el siglo tanto en Francia como en Inglaterra.
Antes de terminar la primera mitad del siglo XIX, otros países a los que la Revolución Industrial iba llegando, se habían puesto al día con gran rapidez y después de 1850, el liderazgo tecnológico de la construcción pasó de Inglaterra al resto del continente y también a Estados Unidos. En Francia, donde los arquitectos que utilizaban este tipo de estructuras eran criticados y atacados por la mayoría, un arquitecto, Henri Labrouste (1801-1875) no se quiso resistir a estos avances siendo uno de los precursores de la arquitectura moderna y pionero en la utilización de estos nuevos materiales de construcción introduciendo columnas y arcos de hierro vistos como estructura metálica en el interior de un edificio de exterior renacentista: “La Biblioteca de Santa Genoveva” (1845-1850). La utilización de los materiales al descubierto es lo que se llama arquitectura “sincera” y será muy utilizada desde mediados del siglo XIX. Pero sin duda el exponente máximo de las construcciones en hierro será la Torre para la Exposición Universal de 1889, realizada por el ingeniero Alexandre Gustave Eiffel (1832-1923). Solo fueron necesarios 250 obreros para componer las piezas prefabricadas en hierro a pesar de sus siete toneladas de peso y 300 metros de altura por lo que su construcción fue representativa de las enormes posibilidades que ofrecían los esqueletos metálicos. Si bien en un principio gran cantidad de artistas mostraron su desacuerdo con este “monstruo” de hierro, pronto pasó a ser considerada como una obra de arte digna de estudio y admiración constituyendo hoy el símbolo más representativo de París.
Biblioteca de Santa Genoveva, Henri Labrouste
Las grandes exposiciones de Londres y París fueron un pretexto para poder ofrecer los nuevos puntos de vista arquitectónicos reflejados en las creaciones utópicas que constituían los pabellones de las distintas naciones, donde se llegaba a las últimas consecuencias de proyectos que de otra forma no se hubieran realizado nunca. A esto se unirían tanto las necesidades industriales como los condicionantes del desarrollo de las vías de comunicación con el ferrocarril, dando lugar a nuevos ámbitos, como las estaciones, los puentes o los viaductos. Este tipo de estructuras ferrovítreas se extendieron también a centros comerciales, mercados o galerías como por ejemplo las Galerías del Comercio y de la Industria o los Mercados Centrales de París (hoy desaparecidos) o la Galería Vittorio Emanuele de Milán.
Sin embargo, esto es tan solo una parte de lo que se venía realizando en Francia durante estos años. Tras la Revolución de 1848 y el establecimiento del Segundo Imperio en la persona de Napoleón III, Francia volvería a imponer sus modas artísticas en Europa y será París el punto en el que confluirán las miradas de intelectuales y artistas. El corto período que duró su reinado impidió la consolidación del proyecto renovador que pretendió para la ciudad. No obstante, su alcance sería de gran importancia para la renovación de finales de siglo. Georges Eugéne Haussmann (1809-1891) fue la persona designada por Napoleón III para llevar a cabo sus proyectos urbanísticos consistentes en la creación de nuevos barrios y la total remodelación de los antiguos a los que se unieron grandes obras públicas como puentes, plazas y una arquitectura acorde con la categoría que se pretendía dar a la capital.
De cuanto se planea y construye en el París del Segundo Imperio, lo más significativo, junto a la remodelación del Louvre, será el edificio de la Opera, uno de los principales ejemplos del historicismo francés llevado a sus últimas consecuencias y que fue realizado por el arquitecto Charles Garnier (1825-1898), formado en la Escuela de Bellas Artes trabajando después como dibujante para Viollet-le-Duc. Gracias al premio que recibió en 1848 al mejor diseño de la Escuela de Artes y Oficios, pudo pasar seis años en Roma estudiando las obras de los grandes maestros del renacimiento y del barroco así como los restos de la cultura grecorromana. Ya de vuelta en París, se presenta al concurso para diseñar la ópera, impresionando al jurado por su elección del estilo barroco, uno de los favoritos de Napoleón III, que responde perfectamente a la concepción de lugar no solo destinado a representaciones teatrales sino también, a la exhibición de la sociedad napoleónica para la que crea diversos y ornamentados salones envueltos por fachadas de una ecléctica grandeza palaciega a base de reminiscencias barroquizantes mezcladas con elementos renacentistas más italianos que franceses. En cuanto a la arquitectura de iglesias, también reinó un total eclecticismo, siendo el gótico más popular en las provincias. Las nuevas iglesias parisinas ocuparon por regla general lugares donde confluían las grandes avenidas, pero al igual que la Opera, tenían poco que ver con la sobriedad de los bloques de viviendas entre los que se hallaban.
España no fue una excepción que se desmarcara de estas tendencias. Tras la crisis del Neoclasicismo, se van a dar distintas corrientes arquitectónicas que en gran parte convivirán en tiempo y espacio. Se plantea la recuperación de nuestro pasado medieval, surgiendo distintos historicismos que desembocarán en los eclecticismos propios de las tres últimas décadas del siglo. Por otro lado, frente a las enseñanzas de arquitectura en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, surge en Madrid la Escuela de Arquitectura (1844), que fue iniciada por los integrantes de la llamada “última generación académica”, erigiéndose como el pilar más importante de la renovación arquitectónica española, con la completa formación de nuevos arquitectos, el estudio de los nuevos materiales y la aparición de edificios acordes a las necesidades que generaba la sociedad burguesa española. En cuanto a Barcelona, se van a dar corrientes estéticas similares a las de Madrid, con gran presencia del clasicismo y una mayor tendencia al neomedievalismo, debido a la gran cantidad de edificios góticos que se conservaban en la ciudad. La Escuela de Arquitectura de Barcelona se fundó en 1871.
Pabellón de España, Expo 1900
Pero lo que sí nos hace singulares respecto a Europa es el “revival” neomudéjar. El discurso de José Amador de los Ríos en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1859, sobre “El estilo mudéjar en nuestra arquitectura”, podría marcar el inicio de la recuperación de este estilo como estilo arquitectónico decimonónico y cuyas características más peculiares son la utilización del ladrillo visto y sus típicos motivos decorativos que tendrán en Madrid su foco más importante.
Junto a estas opciones medievalistas, conviviendo en unos casos y superponiéndose en otros, se desarrolla la arquitectura ecléctica, sin que se puedan definir bien sus límites, pues una tiene su origen en la otra y la mayor parte de los arquitectos realizaron sus proyectos en ambas direcciones al mismo tiempo. Y al igual que ocurrió con el mudéjar medievalista, resurgirá la opción estética nacionalista, esta vez de inspiración renacentista: el plateresco, que se verá reflejado en el Pabellón de España para la Exposición Universal de París de 1900.
Hay que hacer referencia también a que en estos momentos tienen lugar los primeros intentos de reformas urbanísticas en las grandes ciudades españolas, tanto en lo que se refiere a los interiores de la población como a los proyectos de ensanches (Barcelona, Madrid…), necesarios debido al intenso incremento demográfico, motivado, entre otras causas, por el establecimiento del ferrocarril y la necesidad de mano de obra, además del auge urbano originado por la burguesía a partir de 1850.
Plan Cerdá, ensanche de Barcelona (1859)
En definitiva, la variedad de estilos aceptados es tan amplia que con frecuencia solo un cierto sincretismo es lo que da a los edificios de este período, un aspecto contemporáneo reconocible. A lo largo de toda la historia de la arquitectura se han dado fases de eclecticismo estético con un contenido heterodoxo, que pone de manifiesto, en el momento que nos ocupa, las infinitas posibilidades que proporciona el uso libre de todos los elementos que la arquitectura nos ha dejado a través de su historia. Este eclecticismo se produce de un modo consciente y meditado, constituyendo cada proyecto o cada edificio, un intento de adecuar sus necesidades a las más variadas posibilidades constructivas y decorativas. Por tanto, esta diversidad estilística no supone para los artistas un estancamiento sino que es tomada como una posibilidad de expresarse libremente sin verse en la obligación de seguir una imposición académica siendo esta teórica libertad, lo que lleva a cada artista a la elección del elemento o elementos, de uno u otro estilo, que considere más apropiado para llevar a cabo sus proyectos, desembocando así, en las manifestaciones eclecticistas ya conocidas que se sucederán a lo largo de todo el siglo XIX.
De esta forma, alejándose de todo academicismo, surgieron, los arquitectos del llamado Movimiento Moderno, que olvidaron las tendencias historicistas para crear una arquitectura exenta de adornos superfluos o referencias al pasado. La primera tendencia de la arquitectura moderna alejada del eclecticismo historicista fue el Art Nouveau a cuya aparición contribuyeron figuras como Ruskin o Viollet-le-Duc, para dar paso, ya en el siglo XX, a una arquitectura racionalista, de formas geométricas puras, que revalorizó el espacio y la funcionalidad, con edificios simples de grandes superficies transparentes que nada tienen que ver con las realizaciones anteriores y que se vieron favorecidos por los materiales nuevos, las grandes ciudades y la especulación financiera, llegando a soluciones de líneas simples y espacios homogéneos de gran flexibilidad y marcado funcionalismo propio de la sociedad moderna.